viernes, 26 de noviembre de 2010

El mito JFK



El triunfo de Kennedy hace 50 años  a toda una generación



En la madrugada del 8 de noviembre
de 1960, mientras Kennedy seguía con
inquietud el escrutinio electoral en
la finca familiar de Hyannis Port, un
ataque de cansancio, dolor y ansiedad
-a consecuencia de una larga campaña y
de los numerosos fármacos para paliar
sus dolencias óseas crónicas-, le obligó
a irse a la cama a las 3.33 horas de la
madrugada. En ese momento, el recuento
no podía estar más reñido: Pensilvania,
Misuri, Illinois, Minnesota y California
estaban en una disputa cerrada entre
ambos candidatos. Finalmente, Kennedy
ganó a Nixon en todos estos Estados
exceptuando California, y la diferencia
en todo el país fue tan solo de 112.000
votos. Aquella noche de hace cincuenta
años, JFK se acostó como candidato a
la baja en las previsiones de voto y a las
8.45 de la mañana, cuando lo despertó su
inseparable hermano Bobby, se levantó
como presidente.
La espontaneidad y frescura de Kennedy
vencieron a un Nixon de discurso antiguo
y viejas soluciones
Fue un ajustado triunfo electoral que propició el nacimiento
de un mito: el presidente más amado por el pueblo americano
-como recuerda Obama en sus discursos-, el que más ha
influido en su proceso político; con toda probabilidad, uno
de los mayores emblemas de la modernidad en ese país.
Los mil días que duró su presidencia fueron suficientes
para marcar profundamente la memoria colectiva de un
pueblo y de toda una generación mundial que encontró en
Kennedy lo que ardientemente necesitaba encontrar: un
cambio del sistema de valores tradicionales, una nueva
forma de ver y entender la vida.
Haber nacido diez años después de Lyndon B. Johnson,
o casi veinte años después de Adlai Stevenson, dos de
los líderes significativos del Partido Demócrata, colocaba
las raíces de Kennedy en una América más sencilla, más
lejana de la vieja escuela de los líderes norteamericanos
clásicos. Una vieja escuela de la que se tuvo que valer para
poder acceder a la presidencia, pero en la que provocaba
un cierto temor porque rompía el clásico perfil de los
políticos que habían sido presidentes o vicepresidentes
en ese país: de origen irlandés, católico, natural de
Nueva Inglaterra, hombre de Harvard, con gran formación
histórica, con firmes convicciones respecto a los principios
de libertad y los derechos civiles, y también miembro de
uno de los clanes económicamente más poderosos de
Estados Unidos, pero, por su afán individualista, distante
de los principios políticos e ideológicos que representaba
su padre.
Kennedy como candidato era, por tanto, difícil de encuadrar
en las generalizaciones sociológicas que se suelen realizar
del electorado norteamericano. Era un político que estaba
fuera de la normalidad, en su origen, en su formación,
en su renovado idealismo, distante de otros presidentes
como Wilson o Roosevelt, y que también expresaba la
desconfianza de la generación de la posguerra por la vieja
forma de hacer política: las promesas de grandeza de
siempre, la pomposidad en los gestos, la retórica hueca,
las palabras encendidas que solo expresaban demagogia,
los movimientos de brazos y el signo de victoria, los besos
a los niños.
Es evidente que cualquier político que quiera llegar a
presidente -y Kennedy lo deseaba- tenía que entrar en unas
reglas de juego que suponían aceptar este fingimiento,
pero también es cierto que Kennedy tenía clara una serie
de cosas que nunca haría en la fase de comercialización
en la que entra una persona en su camino a la presidencia
de Estados Unidos. Su famoso dibujo dedicado a sus
colaboradores en plena campaña, de un hombre agitando
los brazos y haciendo la señal de victoria con una frase
debajo que decía: “Siempre juré que una cosa que no
haría nunca es...”, no era fruto de una pose sino de un
claro convencimiento de lo que no podía hacer. En ningún
caso traicionó ese sentimiento: nunca empezó ninguna
frase con un Jackie y yo, nunca gesticulaba con los brazos
ni adoptaba poses agresivas, no le gustaba estrechar las
manos y detestaba besar a los niños que, en su opinión,
tenían cosas más importantes que hacer que besar a
políticos presidenciables.
Esta aparente frialdad, que tanto le recriminaban sus
asesores y utilizaban sus rivales políticos, se rompía
cuando con la apariencia exterior de serenidad y calma
expresaba con seguridad sus argumentos, en lo novedoso
de su desarrollo, en la capacidad de improvisación, y
cuando la emoción contenida se reflejaba en sus ojos y
en el ahogo de sus palabras en los momentos cumbres
de sus discursos. Fueron estas cualidades de frescura,
espontaneidad y sinceridad las que vencieron a un sombrío
Nixon, de apretada mandíbula, con antiguo discurso y
viejas soluciones, en el debate televisado pocos días
antes de las elecciones.
Todas estas cualidades reflejaban una atractiva
personalidad y, sobre todo, a un político de nueva hechura
y factura, una persona que en su inicial ingenuidad
prometía la liberación del idealismo americano,
existente muy en el fondo del carácter nacional, pero
aprisionado por la astucia y el cálculo de la sociedad
americana de los años cincuenta. Ofrecía a los
jóvenes la posibilidad de convertirse en algo más que
satisfechos accionistas de una nación satisfecha, la
necesidad de corresponsabilizarse en el destino de
la nación rompiendo la pasividad e incorporándose
a las labores colectivas del día a día, en el trabajo,
en la universidad, en el barrio, en su ciudad. La
responsabilidad colectiva de un pueblo en la solución
de los numerosos problemas que acuciaban a una
parte importante de la sociedad americana: los
problemas económicos, laborales, de formación y
asistencia a los desfavorecidos, de lucha por la igualdad
y por la defensa de los derechos civiles. Unas promesas
que se plasmaran no solo por la voluntad de un presidente
y de un Gobierno, sino principalmente por el esfuerzo y
sacrificio de toda la nación.
Este era el sugerente mensaje con nuevas formas que
ofrecía Kennedy a los ciudadanos estadounidenses, y estos
no dudaron en aceptarlo aquella noche de un frío invierno
de hace 50 años. El voto popular, uno de los más amplios
jamás emitidos, daba la presidencia a la renovación y a la
inocente ingenuidad. Una ingenuidad que, en gran parte,
se perdió en los primeros días de su gestión presidencial
y sobre todo en sus principales decisiones en la política
exterior. Un idealismo que tuvo reflejo en determinadas
medidas internas para establecer la Nueva Frontera
deseada por Kennedy y que suponían una modernización
de la sociedad americana, pero también un idealismo que
dejó paso al oscuro pragmatismo tradicional, traicionando
el espíritu y el fondo de su propio mensaje, cuando tuvo
que enfrentarse con episodios de la guerra fría como la
consolidación del triunfo de la revolución cubana, Bahía de
Cochinos o la Crisis de los Misiles. La difícil solución entre
un idealismo convencido y el pragmatismo de la política de
gobierno del día a día. Un Kennedy como figura histórica
contradictoria.
Aun con todas las incongruencias, que fueron muchas, la
figura de Kennedy y su trágico asesinato supusieron para
Estados Unidos no solo el principio y fin de una época,
sino también el nacimiento de un mito. Un mito que, a
pesar de sus grandes debilidades humanas y de poseer,
como todos ellos, las manos de oro y los pies de barro,
trasciende esos años y le coloca en un lugar destacado
de la historia reciente de Estados Unidos. Como señala
Ted Sorensen, su persona de mayor confianza, una época
hace 50 años en la que un pueblo había perdido la ilusión,
y un hombre la encontró.

Gustavo Palomares es profesor de la Escuela
Diplomática de España, presidente del Instituto de Altos
Estudios Europeos (IAEE) y catedrático en la UNED.

FUENTE  : Edicion Impresa pag 05- Nov 26-2010

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