sábado, 23 de octubre de 2010

GRAU , INMORTAL



Estimados amigos: Esta nota se suponía que fuera un
análisis crítico de nuestras organizaciones Peruanas
en el Estado de New Jersey, pero, desafortunadamente
se presentaba en fecha muy cercada al combate
de Angamos, Sacrificio y Gloria de quien en ese 8
de Octubre de 1879, nos diera el derecho a seguir
llamándonos, con orgullo.....PERUANOS!!!!
Peruanos, Si, aunque tengamos un presidente por el
que muchos fueron a votar tapándose la nariz
... como mandó la derecha peruana, o tengamos una
candidata presidencial que desciende de un padre
corrupto, deleznable y que huyó al Japón, su patria, a
fin de evitar la extradicción, tal y como lo hizo garcia
al final de su primer gobierno. Aquí en este Estado
ambos grupos tienen adherentes. Algunos son por
CONVICCION, otros por...COMISION.
Pero, dejemos en más que el Maestro Manuel Gonzalez
Prada rinda honor a quien honor merece: DON
MIGUEL GRAU SEMINARIO, EL PERUANO DEL
MILENIO.
Socialmente Fuerte
Héctor Santillán (hesamen40@aol.com)
Octubre 13, 2010

Épocas hai en que todo un pueblo se personifica
en un solo individuo: Grecia en Alejandro,
Roma en César, España en Carlos V, Inglaterra
en Cromwell, Francia en Napoleón, América
en Bolívar. El Perú en 1879 no era Prado, La
Puerta ni Piérola, era Grau.
Cuando el Huáscar zarpaba de algún puerto
en busca de aventuras, siempre arriesgadas,
aunque a veces infructuosas, todos volvían
los ojos al Comandante de la nave, todos
le seguían con las alas del corazón, todos
estaban con él. Nadie ignoraba que el triunfo
rayaba en lo imposible, atendida la superioridad
de la escuadra chilena; pero el orgullo nacional
se lisonjeaba de ver en el Huáscar un caballero
andante de los mares, una imajen del famoso
paladín que no contaba sus enemigos antes del
combate, porque aguardaba contarles vencidos
o muertos.
Nosotros, lejítimos herederos de la
caballerosidad española, nos embriagábamos
con el perfume de acciones heroicas, en tanto
que otros, menos ilusos que nosotros i más
imbuidos en las máximas del siglo, desdeñaban
el humo de la gloria i s’engolosinaban con el
manjar de victorias fáciles i baratas.
I ¡Merecíamos disculpa!
El Huáscar forzaba los bloqueos, daba caza
a los transportes, sorprendía las escuadras,
bombardeaba los puertos, escapaba ileso de
las celadas o persecuciones, i más que nave,
parecía un ser viviente con vuelo de águila,
vista de lince i astucia de zorro. Merced al
Huáscar, el mundo que sigue la causa de los
vencedores, olvidaba nuestros desastres i
nos quemaba incienso; merced al Huáscar,
los corazones menos abiertos a la esperanza
cobraban entusiasmo i sentían el jeneroso
estímulo del sacrificio; merced al Huáscar, en
fin, el enemigo se desconcertaba en sus planes,
tenía,vacilaciones desalentadoras i devoraba el
despecho de la vanidad humillada, porque el
monitor, vijilando las costas del Sur, apareciendo
en el instante menos aguardado, parecía decir
a la ambición de Chile: “Tú no pasarás de aquí”.
Todo esto debimos al Huáscar, i el alma del
monitor era Grau.
II
Nació Miguel Grau en Piura el año 1834.
Nada notable ocurre en su infancia, i sólo
merece consignarse que, después de recibir
la instrucción primaria en la Escuela Náutica
de Paita, se trasladó a Lima para continuar
su educación en el colejio del poeta Fernando
Velarde.
A la muerte del discípulo, el maestro le
consagró una entusiasta composición en verso.
Descartando las exajeraciones, naturales a un
poeta sentimental i romántico, se puede colejir por
los endecasílabos de Velarde, que Grau era un
niño tranquilo i silencioso, quien sabe taciturno.
Nunca fuiste risueño ni elocuente Y tu faz pocas
veces sonreía Pero inspirabas entusiasmo
ardiente, Cariñosa y profunda simpatía (Fernando
Velarde)
Mui pronto debió de hastiarse con los estudios
i más aún con el réjimen escolar, cuando al
empezar la adolescencia s’enrola en la tripulación
de un buque mercante. Seis o siete años navegó
por América, Europa i Asia, queriendo ser piloto
práctico antes que marino teórico, prefiriendo
costear continentes i correr temporales a navegar
mecido constantemente por las olas del Pacífico.
Consideró la marina mercante como una escuela
transitoria, no como una profesión estable, pues
al creerse con aptitudes para gobernar un buque,
ingresó a la Armada nacional. ¿A qué seguir paso
a paso la carrera del guardia marina en 1857, del
capitán de navío en 1873, del contralmirante en
1879? Reconstituir conforme a plan matemático
la existencia de un personaje, conceder intención
al más insignificante de sus actos, ver augurios
de proezas en los juegos inocentes del niño, es
fantasear una leyenda, no escribir una biografía.
En el ordinario curso de la vida, el hombre camina
prosaicamente, a ras del suelo, i sólo se descubre
superior a los demás, con intermitencias, en los
instantes supremos.
El año 1865 hubo momento en que Grau se
atrajo las miradas de toda la nación, en que
tuvo pendiente de sus manos la suerte del país.
Conducía de los astilleros ingleses un buque
de guerra a tiempo que la República se había
revolucionado para deshacer el tratado Vivanco-
Pareja. Plegándose a los revolucionarios,
entregándoles el dominio del mar, Grau contribuyó
eficazmente al derrumbamiento de Pezet.
La popularidad de Grau empieza al encenderse la
guerra contra Chile. Antes pudo confundirse con
sus émulos i compañeros de armas o diseñarse
con las figuras más notables del cuadro; pero en
los días de la prueba se dibujó de cuerpo entero,
se destacó sobre todos, les eclipsó a todos. Fué
comparado con Noel y Gálvez, i disfrutó como
Washington la dicha de ser “el primero en el amor
de sus conciudadanos”. El Perú todo le apostrofaba
como, Napoleón a Goethe: “Eres un hombre”.
III
Y lo era, tanto por el valor como por las otras
cualidades morales. En su vida, en su persona, en
la más insignificante sus acciones, se conformaba
con el tipo lejendario del marino.
Humano hasta el exceso, practicaba jenerosidades
que en el fragor de la guerra concluían por
sublevar nuestra cólera. Hoi mismo, al recordar la
saña implacable del chileno vencedor, deploramos
la exajerada clemencia de Grau en la noche de
Iquique. Para comprenderle i disculparle, se
necesita realizar un esfuerzo, acallar las punzadas
de la herida entreabierta, ver los acontecimientos
desde mayor altura. Entonces se reconoce que no
merecen llamarse grandes los tigres que matan
por matar o hieren por herir, sino los hombres que
hasta en el vértigo de la lucha saben economizar
vidas i ahorrar dolores.
Sencillo, arraigado a las tradiciones relijiosas,
ajeno a las dudas del filósofo, hacía gala de
cristiano i demandaba la absolución del sacerdote
antes de partir con la bendición de todos los
corazones. Siendo sinceramente relijioso, no
conocía la codicia —esa vitalidad de los hombres
yertos—, ni la cólera violenta —ese momentáneo
valor de los cobardes—, ni la soberbia —ese calor
maldito que sólo enjendra víboras en el pecho—.
A tanto llegaba la humildad de su carácter que,
hostigado un día por las alabanzas de los necios
que asedian a los hombres de mérito, esclamó:
“Vamos, yo no soi más que un pobre marinero
que trata de servir a su patria”.
Por su silencio en el peligro, parecía hijo de
otros climas, pues nunca daba indicios del
bullicioso atolondramiento que distingue a los
pueblos meridionales. Si alguna vez hubiera
querido arengar a su tripulación, habría dicho
espartanamente, como Nelson en Trafalgar: “La
patria confía en que todos cumplan con su deber”.
Hasta en el porte familiar se manifestaba sobrio
de palabras: lejos dél la verbosidad que falsifica
la elocuencia i remeda el talento. Hablaba como
anticipándose al pensamiento de sus con la más
leve contradicción. Su cerebro discernía con
lentitud, su palabra fluía con largos intervalos de
silencio, i su voz de timbre femenino contrastaba
notablemente con sus facciones varoniles i
toscas.
Ese marino forjado en el yunque de los espíritus
fuertes, inflexible en aplicar a los culpables todo
el rigor de las ordenanzas, se hallaba dotado de
sensibilidad esquisita, amaba tiernamente a sus
hijos, tenía marcada predilección por los niños. Sin
embargo, su enerjía moral no s’enervaba con el
sentimiento como lo probó en 1865 al adherirse a la
revolución: rechazando ascensos i pingües ofertas
de oro, desoyendo las sujestiones o consejos de
sus más íntimos amigos, resistiendo a los ruegos
e intimaciones de su mismo padre, hizo lo que le
parecía mejor, cumplió con su deber.
Tan inmaculado en la vida privada como en la
pública, tan honrado en el salón de la casa como
en el camarote del buque, formaba contraste con
nuestros políticos i nuestros guerreros, existía
como un verdadero anacronismo.
Como flor de sus virtudes, trascendía la resignación:
nadie conocía más el peligro, i marchaba de
frente, con los ojos abiertos, con la serenidad en
el semblante. En él, nada cómico ni estudiado:
personificaba la naturalidad. Al ver su rostro leal
i abierto, al cojer su mano áspera i encallecida, se
palpaba que la sangre venía de un corazón noble
i jeneroso.
Tal era el hombre que en buque mal artillado, con
marinería inesperta, se vió rodeado i acometido por
toda la escuadra chilena el 8 de octubre de 1879.
IV
En el combate homérico de uno contra siete, pudo
Grau rendirse al enemigo; pero comprendió que
por voluntad nacional estaba condenado a morir,
que sus compatriotas no le habrían perdonado
el mendigar la vida en la escala de los buques
vencedores. Efectivamente. Si a los admiradores
de Grau se les hubiera preguntado qué exijían del
Comandante del Huáscar el 8 de Octubre, todos
habrían respondido con el Horacio de Corneille:
Que muriera!”.
Todo podía sufrirse con estoica resignación,
menos el Huáscar a flote con su Comandante vivo.
Necesitábamos el sacrificio de los buenos i humildes
para borrar el oprobio de malos i soberbios. Sin
Grau en la Punta de Angamos, sin Bolognesi en el
Morro de Arica ¿tendríamos derecho de llamarnos
nación? ¡Qué escándalo no dimos al mundo, desde
las ridículas escaramuzas hasta las inesplicables
dispersiones en masa, desde la fuga traidora de
los caudillos hasta las sediciones bizantinas, desde
la maquinaciones subterráneas de los ambiciosos
vulgares hasta las tristes arlequinadas de los
héroes funambulescos!
En la guerra con Chile, no sólo derramamos la
sangre, exhibimos la lepra. Se disculpa el encalle
de una fragata con tripulación novel i capitán
atolondrado, se perdona la derrota de un ejército
indisciplinado con jefes ineptos o cobardes, se
concibe el amilanamiento de un pueblo por los
continuos descalabros en mar i tierra; pero no se
disculpa, no se perdona ni se concibe la reversión
del orden moral, el completo desbarajuste de la
vida pública, la danza macabra de polichinelas
con disfraz de Alejandros i Césares.
Sin embargo, en el grotesco i sombrío drama
de la derrota, surjieron de cuando en cuando
figuras luminosas i simpáticas. La guerra, con
todos sus males, nos hizo el bien de probar que
todavía sabemos enjendrar hombres de temple
viril. Alentémonos, pues: la rosa no florece en el
pantano; i el pueblo en que nacen un Grau i un
Bolognesi no está ni muerto ni completamente
dejenerado. Regocijémonos, si es posible: la
tristeza de los injustamente vencidos conoce
alegrías sinceras, así como el sueño de los
vencedores implacables tiene despertamientos
amargos, pesadillas horrorosas.
La columna rostral erijida para conmemorar el
2 de Mayo se corona con la victoria en actitud
de subir al cielo, es decir, a la rejión impasible
que no escucha los ayes de la víctima ni las
imprecaciones del verdugo. El futuro monumento
de Grau ostentará en su parte más encumbrada
un coloso en ademán d’estender el brazo derecho
hacia los mares del Sur.
Catalina de Rusia fijó en una calle meridional de
San Petersburgo un cartel que decía: “Por aquí
es el camino a Constantinopla”. Cuando la raza
eslava siente impulsos de caminar hacia las tierras
verdes” ¿no recuerda las tentadoras palabras de
Catalina? Si Grau se levantara hoi del sepulcro,
nos diría... Es inútil repetir sus palabras: todos
adivinamos ya qué deberes hemos de cumplir,
adónde tenemos que dirijirnos mañana.

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